Era un día lluvioso, de esos grises que te llevan de la mano a malos pensamientos, el techo repiqueteaba con cada gota y resbalaba el agua hasta la canaleta que después la depositaba en el suelo formando un pequeño pero constante riachuelo a la orilla de la casa.
Habíamos tenido que quedarnos en casa después de la escuela, no había forma que saliéramos ni siquiera al corral, mi madre no dejaría que metiéramos ni un gramo de lodo al piso recién trapeado, así es que esa tarde leímos y jugamos juegos de mesa, bebimos café con leche porque el negro era para adultos, y volvimos a leer y a darle al Turista y comer pan dulce, y así horas y horas y horas, hasta que llegó el Tío Armando y nos volvió la sonrisa.
El Tío Armando, así con mayúsculas porque no era un tío tío normalito, era el Tío favorito de todos, cuando llegaba de visita todos nos arremolinábamos a su alrededor esperando ser el elegido del primer coscorrón, esas caricias pendencieras eran el inicio de las bromas y la carrilla familiar que nos dábamos con él. Hoy seguro aquello rayaría en los límites del acoso verbal y corporal, pero en esos días, era la normalidad, y todos estábamos bien con ello.
Esa tarde, bien que la recuerdo, el Tío traía un semblante adusto, como perdido en la bruma que se había colado al abrir la puerta. Apenas nos miró y se sentó frente a la mesa de la cocina dejando caer un suspiro mientras lo hacía, pero no era un suspiro de alivio, o de cansancio, me sonó más bien a una forma de desinflarse del todo, sus hombros cayeron y, lo más raro, no pidió su café de costumbre. Puso las llaves sobre la mesa, junto a sus pastillas de sacarina que siempre le endulzaban las bebidas, y nos dijo muy solemne que teníamos que hablar.
Esperó a que todos estuviéramos quietos y atentos, bien sentaditos y expectantes y empezó su historia. Nos dijo que ese día había tenido una visita en su trabajo del hotel, en realidad había sido la noche anterior porque él trabajaba el turno nocturno en la recepción del único hotel del pueblo; estaba yo leyendo mi libro, nos dijo, cuando se apareció en el umbral de la puerta, yo ya había sentido su presencia un poco antes, pero me daba miedo voltear, pero ella pasó sus uñas sobre el cristal rechinándolo y haciendo que mi espalda se erizara a la defensiva. No podía distinguir entre tanta lluvia y la poca luz, pero creo que sus ojos estaban fijos en los míos, y cuando abrió su labios, una bocanada fría y húmeda me dijo apenas dos palabras, hoy será.
Calló mirándonos uno a uno y para darle más solemnidad al momento puso sus manos temblorosas sobre la mesa y arrugó con ellas crispadas el mantel. Yo estaba sentado en la orilla de la mesa, con el cuerpo tenso y esperando que dijera lo que hoy sería, que nos hablara sobre quién era la visitante y por qué lo visitaba a él.
En eso entró mi padre y mi Tío le dijo, ha vuelto, hoy será. Le hizo espacio en la silla a su lado mientras lo invitaba a sentarse y le volvió a decir, ha vuelto, hoy será. En eso, mi madre que todo lo escuchaba en esa casa, irrumpió regañándolo, no andes con tus cosas, Armando, no vengas con historias de miedo otra vez, los niños siempre te creen y luego no pueden dormir.
Hasta ahí llegó el tema, pero yo no lo podía dejar así como así. Necesitaba saber y me colé debajo de la mesa inquiriéndolo con la mirada, él me sacó de mi escondite y mientras me daba una nalgada despidiéndome me susurró al oído, la Curucana, viene la Curucana.