Yo estaba sin habla, sus últimas palabras habían sido un golpe demoledor en mi conciencia, ahí estaba yo pensando en lo injusto del gato , y de repente, tenía frente a mi a un asesino. El viejo, como un gigante de humo, se me desmoronaba en el corazón y el hueco que dejaba se llenaba de estupor. ¡No podía ser! ¿Cómo pudo hacerlo! ¡Cómo es que no se dio cuenta de que la gata acababa de parir! Mis manos se aferraban a la silla buscando la forma de no golpearlo, mis labios probaban el sabor amargo y salado de la decepción que bajaba incontenible junto con mis lágrimas.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro, pero con distintas emociones, mientras mis ojos se inyectaban en sangre alimentándose del enojo que me invadía, los suyos eran interrogantes y temerosos; su corazón latía medio detenido en el compás que espera compasión, y el mío galopaba bombeando una sed irresistible de venganza.
No sé cuanto tiempo estuvimos así mirándonos, pero no debió de ser mucho porque cuando salí de su casa aún lo hice mirándolo con odio. Ahora sé muy bien que las cosas que uno hace de niño no son como las imaginamos, ahora sé que la mirada de un niño es como un caleidoscopio que mezcla todo y todo lo vuelve distinto e infinito; ahora lo sé muy bien, yo soy como mi amigo el viejo, espero sentado en el porche de mi casa a que pasen los chicos, y me miren interrogándome con su curiosidad, y quiero que lleguen y me pregunten y me escuchen; seguro que les cuento mis cuitas de antaño, seguro que también les digo de mis vueltas y de mis gatos. Pero no sucede, nunca sucede y solo me quedo a recordar lo que fue.
Con el tiempo pude regresar a conversar con el viejo, pero entre nosotros estaba la ausencia de Castor impidiendo que nos viéramos como antes; el gato nunca más volvió a casa, nadie lo volvió a ver, y el viejo nunca hizo por buscarlo; estoy seguro que sabía que no volvería. Solo duró un par de años caminando el planeta, yo lo pude ver la víspera del día que se fue de esta vida. Había yo cortado unos albericoques por ahí y quise llevárselos porque lo había visto a lo lejos y se veía cansado y opaco. Pensé que serían algo que lo haría sonreír.
Cuando llegué, estaba como siempre con un cigarro en la mano haciendo volutas en el aire con el veneno que no respiraba; tomó los albericoques y los puso sobre la mesa a su lado, pero no sonrió, me pidió que me acercara y mientras me abrazaba me susurró al oído lo que fueron sus últimas palabras para mi,
«Se me acabaron las historias, es hora de buscar a Castor». Aflojó el abrazo y me dejó ir. Yo no tuve palabras que pudiera hilvanar para darle un consuelo mínimo. Sé muy bien que quise decirle que le agradecía y que nunca lo olvidaría, pero de niño uno se queda con muchas cosas importantes entre pecho y espalda que luego explotan y germinan sembrando historias propias. No dije nada, no supe. No fui a su sepelio, pero sí fui a visitar su tumba un par de días después; a escondidas de mis padres, le llevé albericoques porque sabía que lo harían sonreír; en la cabecera aún sin lápida ni nombre, estaba Castor cuidándole el sueño, no dije nada pero me quedé largo rato acariciando la espalda del gato mientras ambos recordábamos la silueta caprichosa del humo de sus cigarros bailando abrazada al sonido de sus recuerdos.